La hermosura de los ancianos es su vejez
La verdad de las técnicas modernas para darle una nueva apariencia a cada rostro, es que inconscientemente no queremos llegar a la edad cuando la piel comience a mostrar sus líneas de expresión; término conocido en el argot popular como arrugas. De modo, pues, que la gente trata de revertir el proceso de envejecimiento.
Así, los que van descubriendo flacidez en su piel comienzan a hacerse cirugías plásticas faciales, mientras que otros optan por el método de ponerse inyecciones con el fin de mantener la frescura de la juventud. Pero la verdad no puede ser tapada. La batalla por conservar nuestra apariencia juvenil está perdida. El proceso de desgaste de nuestro cuerpo nos revela que hay tres etapas para cada vida: la niñez, la juventud y la vejez. De manera que en lugar de perder el tiempo y el dinero en lo inevitable, deberíamos dedicarnos a cultivar aquellas cualidades internas que son las que si permanecen y las que mejor hablan de nuestro rostro interno. Esto lo escribimos para reflexionar sobre lo que escribió Myron Taylor, cuando dijo: "El tiempo puede arrugar la piel, pero la preocupación, el odio y la pérdida de ideales arrugan el alma".
En el proverbio de hoy nos topamos con una sabiduría que debiera ser atendida por todos: “La gloria de los jóvenes es su fuerza, y la hermosura de los ancianos es su vejez” (Proverbios 20:29). Note usted que mientras a los jóvenes se les enaltece por su fuerza, la ancianidad es alabada porque en ella brota otro tipo de belleza. Es obvio que la “hermosura” a la que el sabio hace mención no es la que corresponde a la física, propia de la niñez y la juventud. Pero lo que él si quiere decirnos es que cada época, cada episodio de la vida, tiene su propio primor.
Si tomamos el ejemplo de la naturaleza podemos decir que una es la hermosura del árbol en sí, otra la de la flor, y la otra la del fruto. De igual manera la ancianidad tiene su propia estética llena de surcos de trabajo y de un caudal de experiencias. La vida es como las cuatro estaciones del año. Con la llegada del otoño, las hojas verdes y frescas de la primavera cambian de color. La producción de alimentos quedó cumplida durante el verano.
Colores con matices brillantes, amarillos, anaranjados y rojos, dan al otoño una belleza comparable al verdor de la primavera. Así también la hermosura y lozanía de lo que produjo la juventud, comienza a dar paso a la madurez, a las canas, a la experiencia y al consejo sabio, tan necesario para otras edades.
Pero en honor a la verdad, tenemos que admitir que no siempre se usa esa hermosura de los abuelos. El sentirse que ya sus fuerzas le han abandonado por el desgaste de los años; el que ya su presencia es como un estorbo para otros; el saber que ya no se sienten útiles para nada; o el vivir con el recuerdo de sus propias experiencias, sin que sean oídas, ahonda en ellos un estado de soledad, y esto les lleva a algunos a exclamar: “No me deseches en el tiempo de la vejez; no me desampares cuando mi fuerza se acabe...” (Salmo 71:9) Esa hermosura, reflejada bellamente en sus canas, debiera ser tomada en cada familia por el testimonio de sus años vividos, para ser una "biblioteca de consulta".
Los abuelos cumplen una función de continuidad y transmisión de tradiciones familiares. Nadie está en mejor condición que ellos para ayudar a los padres y a los nietos a comprender principios olvidados con demasiada frecuencia, y sin embargo tan esenciales para la conducción de la familia de hoy. Será por eso que alguien dijo que, "se aprende más de diez abuelos que de diez expertos en temas familiares".
Nuestro mundo necesita la admonición y la orientación de los de edad avanzada. Sus canas y sus arrugas nos merecen respeto y admiración.Quisiéramos hacer con ellos hoy, lo que nos gustaría que hicieran con nosotros mañana. El anciano(a) dio todo de sí mismo(a), ahora espera un poco de nosotros. Recordemos lo que nos dice otro proverbio a este respeto: "Corona de honra es la vejez que se halla en el camino de justicia" (Proverbios 16:31). Mas sin embargo, se espera que esa “corona de honra”, a la que debemos también encomiar, haya sido el producto de una vida que ha honrado debidamente a su Dios. Los que así han vivido, y se aprestan para ir a un pronto encuentro con Dios, les aguarda esta promesa: “Y hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré" (Isaías 46:4)Desconozco el autor
1 comentario:
Al leer esta entrada a tu blog he recordado la que hoy preparaba para el mio....os la copio para que la saboreeis...es de Angel Gabilondo,rector de la Universidad Autónoma de Madrid y lo copié del estupendo blog "BITÁCORA ALMENDRÓN".....un abrazo...Tere Marin
"Tal vez la edad es un humor y verdaderamente el mal humor es la peor de las edades, la mala edad. No sé a partir de qué momento tenemos muchos años. En rigor, en eso consiste ser anciano. Hay días en que parece más bien que hace ya mucho que tenemos muchos años, incluso años de más. Algunos sienten que son así desde que se recuerdan. Entonces ya no serían muchos, sino demasiados. Está claro, la peor edad es la falta de salud. En definitiva, la edad que tenemos no son los años vividos, sino los que nos quedan hasta perderla definitivamente. Es difícil saber los años que tenemos, que, curiosamente, son los que nos faltan. Tenemos los que nos restan. Pero entre estas consideraciones se nos desliza el mundo del reconocimiento, del afecto. Y, en definitiva, uno es mayor cuando lo que dice apenas es ya tenido en cuenta, incluso es desoído o clasificado, o dado por ya sabido… Cosas suyas, cosas de la edad, se dice. Eso sí, respetado quizá, pero no demasiado influyente. Sin embargo, una sociedad muestra bien cómo es en su modo de atender, considerar, incorporar y de crear espacios para los niños, jóvenes y ancianos. Y en esto, al margen de las declaraciones, somos descuidados. Parecería como si la verdad de alguien estuviera en su capacidad productiva y reproductiva. El resto, silencio.
Suele decirse que las mal llamadas personas de edad, y es difícil que no lo seamos todos, tienen un enfado constitutivo. Se les ha incorporado a su vivir. Se sienten molestos. Los dolores cotidianos se ven acompañados de alguna herida sin cicatrizar, ausencias, pérdidas, carencias, lo que en el camino ha hecho trazo, huella, lo que no fue como se hubiera deseado… y un llorar, no siempre con lágrimas, que no es una queja sino una constatación. No fue ni es fácil.
Pero hay un efecto aún más evidente, la desatención para con la palabra de los mayores, los viejos, los ancianos, la tercera edad, los jubilados… (aquí todos los términos se intercambian en un conglomerado sin cuidado alguno). Hemos pretendido que sepan invertir el resto de sus vidas en algo productivo, en consumir nuestros productos. El primer resultado consistiría en crear inseguridad, esto es, en animar artificialmente a que se muestren, se desplacen, viajen, gasten, se bañen, bailen… (y de nuevo aquí todo se conjuga en una desatenta mezcolanza), con una euforia que no viene a cuento. Resulta paradójico pero esta permanente convocatoria a ir de acá para allá parece disipar la posibilidad de sentirse a sí mismo, de disfrutar serenamente, preconizando una suerte de peregrina adolescencia, adolescentes de la tercera edad. No es ésta la vejez que admiramos, que deseamos, que amamos. Y no es que encontremos improcedente ese trajín, es que no está claro que busque su dicha ni la procure.
Cicerón, en De senectute, debió de olvidarse por lo visto, aunque más bien creía otra cosa, de que zascandilear rejuvenece. ¿Estamos convencidos de querer rejuvenecer así, es más, de querer rejuvenecer? Para el romano, la dignidad y el gozo, la alegría, parecían ser fruto más bien de otras actitudes y valores. Efectivamente, deseamos estar siempre sanos y vivos, pero ¿siempre adolescentes? Semejante mensaje produce, en efecto, inseguridad, y no faltan quienes en su edad más avanzada se tornan temerosos, inquietos en exceso por los caudales, los dineros, y preservan y guardan para el día de mañana con mayor ahínco que nunca. Les preocupa su futuro. Incluso no deja de oírseles eso de “para cuando sea mayor”. Se atisba alguna marginación, algún olvido. Miedo, miedo es el síntoma de la edad. El miedo es la falta de salud por excelencia, la enfermedad de los años. Y nuestra desconsideración, nuestra falta de escucha, lo favorecen. Frente a ese frenesí, otros eluden salir a comer o viajar o comprar ropa, como si ya todo estuviera visto y hecho. Con pocas fuerzas y razones, tales actividades, en última instancia, se reducirían no sólo a gastar, sino a malgastar.
Por eso admiro tanto a los que envejecen valientes, libres, con la alegría de una serenidad cultivada. Y son tales su libertad de juicio, de pensamiento, su osadía, su entereza y su limpieza de ánimo que vienen a ser hasta peligrosos, en el mejor sentido de esta palabra. Sus experiencias, la de sus peripecias, la de sus reflexiones, la de su vida…, les permiten tener criterio propio, no quedar prendados a clichés preestablecidos, mirar desde lugares inauditos y decir con tal alcance, que quien ha tenido la suerte y el placer de escuchar a quien envejece cada día mejor oxigena su alma con la palabra cultivada. No cesan de aprender, y esto es ya algo importante que enseñar. Enseñar que no hay que dejar de hacerlo, que no aprender sería en cierto modo dejar de vivir. El propio Cicerón nos señala el sentido de un verdadero cuidado de sí. “Es preciso llevar un control de la salud, hay que practicar ejercicios moderados, hay que tomar la cantidad de comida y bebida conveniente para reponer fuerzas, no para ahogarlas. Y no sólo hay que ayudar al cuerpo, sino mucho más a la mente y al espíritu. Pues también éstos se extinguen con la vejez, a menos que les vayas echando aceite como a una lamparilla. Ciertamente los cuerpos se entumecen con la fatiga de los ejercicios, en cambio los espíritus se reaniman ejercitándolos”.
Todo se ha teñido, sin embargo, de soledad. Silenciados y aislados, en ocasiones marginados, los mayores no tienen con quién hablar. Se enraciman al calor de los afectos cómplices y callan juntos o exclaman a la vez, mientras algún dolor permanente les acompaña. En una sociedad que entroniza lo joven y la novedad como valores absolutos, es tiempo de que se cuestionen estos factores considerados abstractamente. Es la creación, la innovación lo que ha de reconocerse; para empezar, la de hacer de la propia vida una tarea libre y permanente. Y eso es envejecer bien."
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