lunes, 2 de julio de 2007

LA QUIEBRA DE LA HISTORIA "PROGRESISTA"





LA QUIEBRA DE LA HISTORIA "PROGRESISTA"







La transición a la democracia



Por Pío Moa
Con un franquismo y un antifranquismo no democráticos, una transición parecía imposible, o tenía gran probabilidad de recaer en las convulsiones de antaño. Sin embargo, la transición se produjo con bastante orden, y debe ser explicada.



De hacer caso a versiones aún muy difundidas, si bien la transición contó con la colaboración de un sector franquista, habría consistido básicamente en el triunfo de una oposición que llevaba años enarbolando la bandera de las libertades. Pero ya conocemos el valor de aquella bandera en manos de nuestras izquierdas. Además, se trataba de una oposición fragmentada en grupos rivales y de escasa representatividad. La versión recuerda un poco a la que pinta al Frente Popular como continuación de la república democrática; y no sobra resaltar que la mayoría de dicha oposición se identificaba –lo sigue haciendo– con el Frente Popular. Y esperaba el pronto derrumbe de la monarquía, con Juan Carlos a la cabeza, según el modelo de 1930-31.

Pasma comprobar cómo algunos mitos persisten contra las pruebas más contundentes. Pues nadie ignora que la transición la diseñaron y orientaron sobre todo un rey nombrado por Franco, Juan Carlos; un jefe del Movimiento Nacional, Suárez, y el intelectual del régimen Torcuato Fernández Miranda; con respaldo o aceptación de la gran mayoría de la clase política franquista y del ejército. Y que se hizo por reforma "de la ley a la ley", frente a las pretensiones rupturistas de la oposición.

¿Cómo fue posible? Seguiremos sin entenderlo si persistimos en la imagen de un franquismo rígido y férreamente dictatorial. Ni aun en los años 40 fue así. De hecho demostró flexibilidad y capacidad de adaptación muy notables, sin las cuales habría subsistido breve tiempo. Aparte del difícil, pero logrado, equilibrio entre sus familias, pueden discernirse en el franquismo, desde sus comienzos, dos concepciones opuestas. La primera, largos años mayoritaria, consideraba al régimen una superación tanto del marxismo como de la democracia liberal, y, por tanto, un modelo para los demás países, según expresaba Franco:



Los regímenes del mundo futuro serán más parecidos a los que nosotros concebimos y tenemos en marcha que a cualquiera de las fórmulas políticas ya experimentadas.
La segunda concepción veía en el régimen la respuesta a una crisis histórica excepcional, y, por tanto, destinada a desaparecer por evolución. Pasaría un tiempo prolongado, previsiblemente hasta la muerte del dictador, pues pocos parecían deseosos de desplazarlo, y nadie capaz de hacerlo. A esta segunda postura podemos llamarla reformista o liberalizante. Muy minoritaria al principio, cobraría fuerza con los años, mientras la contraria iría retrocediendo hasta concentrarse en el bunker, así llamado por sus adversarios.

Durante los años 60 el franquismo fue liberalizándose política y económicamente, pero su éxito en ambos campos, realmente extraordinario, en lugar de asegurar su futuro, presionaba hacia la democratización. Y, más importante aún, los odios típicos de la república se habían diluido de tal modo que también perdían fuerza las reacciones sociales defensivas de entonces. La retórica de antaño, nacida de la lucha contra un peligro extremo, sonaba innecesaria o anacrónica en los años 60-70, y el régimen la usaba cada vez menos, aun si el peligro de los totalitarismos comunistas distase de ser una falacia. Hechos como su tanteo de ingreso en el Mercado Común, en 1962, indican mucho sobre esta evolución.

Pero creo que es a finales de 1973, tras el asesinato de Carrero Blanco, cuando la evolución quedó despejada [...] El mismo Franco había expresado poco antes al enviado de Nixon, Vernon Walters, su convicción de que España se democratizaría más o menos, en un proceso ordenado, gracias a la clase media que él había creado.

Parecía volver a sus ideas de 1930. Ese optimismo de Franco resulta algo excesivo: él no creó la clase media, pues ya antes existía una muy considerable, pero sin duda su régimen la desarrolló hasta hacerla mayoritaria; y la idea de que ella garantizaría la estabilidad debe tomarse con cautela. Antes de la guerra, Cataluña, la región española con mayor clase media, era también la más convulsa, debido a la acción combinada del anarquismo y el nacionalismo. Y las Vascongadas saldrían del franquismo como las provincias de mayor renta per capita de España, para convertirse luego en la región más violenta y menos democratizada, asimismo por la combinación de terrorismo y nacionalismo. Con todo, parece razonable esperar que una abundante clase media ayude a estabilizar a un país, aun si no lo garantiza. El éxito de la transición obedecerá en muy alta medida al previo éxito socioeconómico franquista.

Fallecido el dictador en 1975, el proceso se aceleró, y en el verano de 1976 entró en la recta final tras un primer ensayo inconcluyente con Arias Navarro. La decisión de evolucionar por reforma, de la ley a la ley, aseguraría una transición nada parecida a la desastrosa que siguió a la dictadura de Primo de Rivera en 1930.

En cambio, la oposición no anhelaba la transición, sino una "ruptura" radical, con denuncia y proceso político del franquismo y repulsa a cuarenta años de historia con un balance visiblemente fructífero. E intentó dirigir ella el cambio, aprovechando las libertades ya en marcha tras la muerte de Franco. A ese fin, la mayoría de los antifranquistas creó dos variopintas formaciones rivales: la Junta Democrática, bajo el mando del PCE, y la Plataforma Democrática, bajo el del PSOE.

Las dos albergaban variados grupos y siglas: maoístas, trotskistas, separatistas, cristianos radicales, socialdemócratas y algún que otro liberal despistado, al estilo de la Asamblea de Cataluña. En ambas los elementos decisivos eran marxistas o marxista-leninistas. Una transición protagonizada por tal amalgama tenía la máxima probabilidad de abocar a un nuevo caos, al renunciar a la sensatez preconizada tiempo antes por Tarradellas, un antiguo extremista, de los pocos que había reflexionado a fondo en el exilio. Tarradellas había expresado a Josep Pla su intención de, si algún día gobernase, "no destruir nada de lo hecho por Franco que fuera positivo para el país y la estabilidad general". Postura no compartida, repito, por el resto de la oposición.

Pese a su rivalidad, la Junta y la Plataforma llegaron a unir fuerzas en un organismo conocido popularmente por la Platajunta, y trataron de impulsar un movimiento de masas bajo la consigna "Libertad, amnistía y estatutos de autonomía". Organizaron al respecto considerables manifestaciones, pero nada capaz de asustar al régimen.

Debe recordarse, además, que tanto el PSOE como el PNV, los nacionalistas catalanes y otros, venían reorganizándose en serio tan sólo desde 1971, con autorización implícita, pero indudable, del gobierno. Sin embargo, el PSOE llegaba con un radicalismo verbal más estridente que el propio PCE; el PNV parecía querer rivalizar con la ETA en demagogia; y los nacionalistas catalanes ya empezaban con la cantinela de que los catalanes no son españoles. Todos, además, reivindicaban la versión frentepopulista de la Guerra Civil, exhibiendo un resuelto antifranquismo en agudo contraste con la casi nulidad de su resistencia u oposición a la dictadura, y con la evidencia de que muchos de ellos procedían de la administración del régimen.

Fue mucho más positiva, sin duda, la reforma proyectada por el sector liberalizante del régimen y la autodisolución de las Cortes franquistas en aras del cambio a la democracia, ocurrida a mediados de noviembre de 1976. El debate al respecto enfrentó, por última vez, a los sostenedores del régimen y a quienes daban por concluida su tarea histórica. El procurador Fernández de la Vega denunció a la "misérrima oposición que con su resentimiento a cuestas ha recorrido durante cuarenta años el camino de las cancillerías europeas denunciando el pecado de la paz y el progreso de España, alimentando los viejos y al parecer eternos prejuicios antiespañoles con la sucia leña de la tiranía de Franco". Le replicó Fernando Suárez:
No trate de demostrarnos que para ser leales a Franco hay que impedir en estos momentos que sea el pueblo de España (…) el que decida su propio destino. Quienes hemos dictaminado este proyecto no vamos a intentar disimular con piruetas de última hora nuestras ejecutorias en el Régimen. Pero hemos pensado siempre (…) que los orígenes dramáticos del actual Estado estaban abocados desde sus momentos germinales a alumbrar una situación definitiva de concordia nacional (…), porque habremos sido capaces de rebajar el concepto de enemigo irreconciliable al más civilizado y cristiano concepto de adversario político, pacífico (…) sin (…) nuevos desgarramientos y nuevos traumas.



La postura de Fernando Suárez triunfó, y el otro Suárez, Adolfo, pudo afrontar el referéndum subsiguiente y a la oposición rupturista, que venía recrudeciendo su ofensiva. El 12 de noviembre de 1976 esa oposición había organizado la huelga general, de carácter revolucionario por naturaleza, para frustrar la transición reformista. La prueba de fuerza se había saldado con el fracaso de la huelga y la consiguiente victoria del gobierno. Aun así, la oposición persistió en boicotear el referéndum, realizado el 15 de diciembre, si bien lo hizo ya con poco aliento. La excepción fue el PCE(r)-GRAPO, que secuestró a Antonio de Oriol, y más tarde al general Villaescusa, para echar por tierra la maniobra fascista, fracasando a su vez.

Desde entonces la oposición hubo de aceptar la transición y colaborar, de mejor o peor fe, en la reforma promovida desde el propio régimen. Ello permitió una democratización en orden, "dentro de la ley", como propugnaba el mismo Franco en 1930. Sólo ahora, casi treinta años después, se ha formado una nueva y nebulosa Platajunta entre izquierdistas y secesionistas para imponer una "segunda transición", es decir, volver a la ruptura, contra la Constitución y la libre convivencia construida desde 1975. E intentando resucitar de paso, y no por azar, las antiguas propagandas y rencores, so pretexto de "memoria histórica". Esta inaudita pertinacia en los viejos errores merecería un estudio aparte.

[...]

Una observación final: las libertades han llegado a España con algún retraso con respecto a la Europa occidental. Observación que debe completarse con otras dos: gracias a ello la democracia ha resultado, hasta ahora, más firme que si hubiera llegado antes; y la debemos a nosotros mismos, no a Usa como la mayoría de los demás países europeos. A la objeción de que España no habría esquivado tampoco el totalitarismo nazi o comunista de no ser por la intervención useña en Europa, cabe responder que esa deuda indirecta queda saldada con la neutralidad española en la guerra mundial, tan valiosa para los Aliados aun si no fue mantenida con intención de favorecerlos.

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