jueves, 13 de diciembre de 2007

... POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO

Y CONCIBIÓ POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO

José entró en la casa, cerró la puerta tras él, y durante un minuto se quedó apo­yado en la pared, aguardando a que los ojos se habi­tuasen a la penumbra. A su lado, el candil brillaba mortecino, casi sin luz, inútil. María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta, miraba fijamente un punto ante ella y parecía esperar. Sin pronunciar pa­labra, José se acercó y apartó lentamente la sábana que la cubría.

Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de la túnica, pero sólo acabó de alzada hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se inclinaba y procedía del mismo modo con su propia tú­nica y María, a su vez, abría las piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantu­vo, por inusitada indolencia matinal o por presen­timientos de mujer casada que conoce sus deberes.

Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sa­grado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado. Habiendo pues salido al patio, Dios no pudo oír el sonido agónico, como un estertor, que salió de la boca del varón en el instante de la crisis, y menos aún levísimo gemido que la mujer no fue capaz de reprimir.

Sólo un minuto, o quizá no tanto, repo­só José sobre el cuerpo de María. Mientras ella se ba­jaba la túnica y se cubría con la sábana, tapándose después la cara con el antebrazo, él, de pie en medio de la casa, con las manos levantadas, mirando al te­cho, pronunció aquella oración, terrible sobre todas, a los hombres reservada, Alabado seas tú, Señor, nues­tro Dios, rey del universo, por no haberme hecho mujer.

Pero a estas alturas ya ni en el patio debía de estar Dios, pues no se estremecieron las paredes de la casa, no se derrumbaron ni se abrió la tierra. Enton­ces, por primera vez, se oyó a María, humildemente decía, como de mujer se espera que sea siempre la voz, Alabado seas tú, Señor, que me hiciste conforme a tu voluntad, ahora bien, entre estas palabras y las otras, conocidas y aclamadas, no hay diferencia al­guna, reparad, He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, queda claro que quien esto dijo podía haber dicho aquello.

Luego, la mujer del carpintero José se levantó de la estera, la enrolló junto con la de su marido y dobló la sábana común.

El Evangelio según Jesucristo. José Saramago

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