viernes, 21 de diciembre de 2007

LA OTRA CARA DE LA INFAMIA


La otra cara de la infamia

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, Catedrático de Historia Contemporánea. Universidad de Deusto.

TODOS lo sabemos. Todos deberíamos saberlo ya de memoria: al parecer, Europa es una vieja y avarienta mujer con una guadaña. La guadaña habla de siegas constantes en la claridad neutra de la historia.

Si escuchamos con atención a los airados delatores de los acontecimientos del pasado, oiremos quizá que la guadaña avanza: ¿Quién creó la Inquisición; quién encabezó con estrépito de hierro y de sangre las Cruzadas; quién favoreció y comerció con la importación de los negros que se extenuarían en las minas, campos de algodón o ingenios de azúcar del Nuevo Mundo descubierto por Colón; quién vistió el colonialismo y el imperialismo con la antigua grandeza de Roma y de Alejandro Magno para camuflar el siniestro juego de unos pocos capitalistas; quién originó las dos guerras más mortíferas de la historia, quién lanzó la bomba atómica, quién, quién...?

Cuando Brueghel el Viejo pintó El triunfo de la muerte su mente representaba el espectáculo de la desolación humana: la peste haciendo tabla rasa del mundo agrario y limitado de la Edad Media.

Para los moralistas del progresismo actual, y para no pocos líderes políticos y religiosos del Tercer Mundo que no quieren renunciar a una fuerza legitimadora capaz de transformar a un Jomeini en un Gandhi, a los jemeres rojos camboyanos en los baluartes de la dignidad humana oprimida, a un ridículo Tirano Banderas en un Simón Bolívar, la verdadera epidemia que ha oscurecido y ensangrentado el cielo y el mundo entero tiene otro nombre: Europa, y su prolongación, Estados Unidos.

Hace ya mucho tiempo que se nos dice que el mal sólo puede tener una patria, que la culpa del sufrimiento humano es de la sociedad occidental y de su noción del progreso.

El colonialismo. El imperialismo. Con estos gritos comenzó a finales del XIX el gran campeonato mundial del victimismo. Y con los gritos de condena del Moloch USA y de la globalización, continúa.

Las gentes de Asia, África o Hispanoamérica nunca tienen ninguna culpa de sus desgracias. Las minorías siempre son inocentes. Los desheredados y los atropellados de la historia son, por definición, moralmente puros.

Se han llegado a escribir libros donde, para ensalzar el caudal azteca en México y denigrar el español, se justifican los sacrificios humanos por razones estructurales y se dibuja a las tribus aliadas de Hernán Cortés como criaturas sanguinarias y grotescas, muy lejos de la sofisticación, nobleza y refinamiento del guerrero azteca.

Los tiempos son propicios para la farsa y la alucinación, para servirse del pasado en beneficio propio, para tomar prestados nombres y trajes y, con esa vestimenta, ocultarse a uno mismo y a los demás las responsabilidades del presente.

Por eso un ilustre escritor de África puede censurar, entre aplausos posmodernistas, a ese gran guía de la condición humana que fue Joseph Conrad, porque, a su juicio, tras la polifonía narrativa del autor inglés asoma el racismo de los blancos, que presenta a los africanos como hombres sin fondo.

Por eso Chávez puede disfrazarse con la protesta del aborigen americano, y ante el silencio de esa izquierda que sólo ve en nuestro pasado el resplandor del fanatismo religioso, decir como el poeta: «América ha sangrado largos siglos... ¿No te suena mi voz a recuerdo?... Grita en mí la raza de Tupac Amaru... Grita en mí el pueblo oprimido...».

La justicia es a la vez una idea y una moderación del alma. Sepamos tomarla en lo que tiene de humano, sin transformarla en esa pasión abstracta y horterada ética que quiere reducir la historia a un simple y ridículo silogismo: Europa inventó el imperialismo, tú eres europeo, luego tú eres culpable, tú eres responsable, tú asesinaste y oprimiste en la India y Afganistán con los burócratas y soldados ingleses de Kipling.

La honestidad consiste en juzgar a las naciones por sus cimas, no por sus subproductos ni por sus infamias. Alemania por el Goethe que filosofa en Weimar, no por Hitler ni por el Guillermo II que en 1900 arenga a sus soldados destinados a China para que ni un solo chino del siglo XX se atreva siquiera a mirar de soslayo a un alemán.

Por supuesto, no se trata aquí de cuestionar los expolios del pasado ni de ignorar las barbaridades cometidas en nombre del progreso y de la civilización occidental.

Se trata de no ceder al fácil maniqueísmo de las condenas en bloque y de poner en su sitio a los ignorantes expertos de tertulia. Se trata de no seguir siendo esclavos de los agravios y violencias de la historia, aquella pesadilla de la que Joyce quería despertar. Y si, en cualquier caso, nos empeñamos en no despertar, de que, al menos, viajemos con igual severidad de juicio a las tinieblas de los actos y las empresas chinas, hindúes, árabes, africanas...

Porque la historia de la infamia no es sólo la crónica negra que retumba en los pasos de los ejércitos y de los burócratas procedentes de Europa. La historia de la infamia es universal. Como recuerdan textos y crónicas, la crueldad y el atropello no pueden contemplarse como fenómenos ligados a determinada época o cultura.

Así, por ejemplo, los grandes monarcas de los asirios, que antecedieron a los emperadores de Roma en la escena mundial, fueron excelentes constructores de canales y templos, notables mecenas, pero todos se mostraron de acuerdo en que sacar los ojos al enemigo vencido, arrancarle la lengua y cortarle las manos era una empresa absolutamente natural.

Tampoco -otro ejemplo- el mercado de esclavos ha sido una creación y una práctica exclusivamente europea, sino que, desde la Antigüedad hasta su abolición, ha crecido en otras tierras y otras mentalidades. ¿O acaso debemos ignorar que la gran mayoría de los africanos arrastrados hasta las costas de América fueron vendidos a los capitanes y comerciantes europeos por jefes negros locales, sus captores? ¿Olvidaremos que mientras los barcos negreros europeos recalaban en el Golfo de Guinea el mismo tráfico vergonzoso fluía por las costas orientales de África y a través de las arenas del Sahara en dirección a los países árabes y el imperio turco? Una imagen: Cervantes arrastrando sus cadenas y andrajos durante su cautiverio en Argel.

Aunque así se quiera ver, ni la agresividad expansionista, ni la opresión del más débil ni la explotación humana son ni han sido privativas de Europa y de Estados Unidos.

Recordemos la repetición del modelo de tirano populista en América, con sus sables, sus uniformes, sus frases grandilocuentes, sus detalles de despotismo, ineptitud, falsía, brutalidad. Recordemos los armenios masacrados por aquella Turquía que se negaba a perder su vieja arrogancia imperial en un mundo que ya la había desplazado del club de las grandes potencias.

Recordemos el delirio ensangrentado del emperador japonés Hirohito. Recordemos los gritos de los ejecutados por los jemeres rojos del tirano camboyano Pol Pot, gritos del silencio, gritos catalogados como propaganda reaccionaria por la elite intelectual de la izquierda. Recordemos el brillo fúnebre de los machetes hutus de Ruanda. Recordemos el infierno integrista del Irán que nace con la revolución islámica de Jomeini. Recordemos...

Se debe, como hizo Conrad después de su viaje africano, denunciar la «alegre danza de la muerte y del comercio». Lo que no es aceptable es ese coro acusador que sólo recuerda un perfil de la infamia, que únicamente habla de crimen y crueldad, y se muestra indignado, cuando la culpa puede reprocharse a Europa o Estados Unidos.

Lo que resulta desalentador, porque revela un gran cansancio, es que la misma Europa se olvide de sí misma y acepte, acomplejada, ese parcial retrato de locura sanguinaria que le pinta, desde hace tiempo, el progresismo a la moda.

lunes, 17 de diciembre de 2007

MATRIMONIOS A LA FUERZA


Esta niña afgana de once años es Ghulam. Está sentada junto a un hombre de 40, y no es su padre. La fotógrafa estadounidense Stephanie Sinclair ha sido la ganadora de la mejor fotografía del año con la instantánea de este matrimonio forzado.

Esta niña afgana de once años es Ghulam. Está sentada junto a un hombre de 40, y no es su padre. La fotógrafa estadounidense Stephanie Sinclair ha sido la ganadora de la mejor fotografía del año con la instantánea de este matrimonio forzado.

En la imagen la pequeña mira con temor y recelo a su esposo con quien fue obligada a contraer matrimonio. Era la mejor de las 1.230 imágenes presentadas al concurso, por su denuncia de una práctica "mundial" y "terrible", según la esposa del presidente federal alemán, Eva Luise Köhler, colaboradora de la organización.

Köhler destacó la gravedad del problema de los matrimonios forzados en todo el mundo y destacó que esas niñas no sólo son alejadas de su familia y del colegio y sometidas a relaciones sexuales sino que son utilizadas también como fuerza de trabajo.

La foto del año de Unicef forma parte de una serie de retratos e imágenes sobre matrimonios infantiles que Sinclair realizó durante dos años en Afganistán, Etiopía y Nepal, donde es habitual que las familias casen a sus hijos adolescentes entre sí. La fotógrafa relató que la familia de Ghulam decidió "venderla" para poder alimentar al resto de sus hijos aunque "se sentían avergonzados" de ello.

En segundo lugar, se ha reconocido el trabajo del bangladesí Golam Mostofa Bhuiya Akash sobre la explotación laboral de niños en su país, mientras el alemán Hartmut Schwarzbach obtuvo el tercer premio por la imagen de Annalyn, una niña filipina que vive en una colonia de mineros cerca de Manila.

Entre los proyectos finalistas escogidos por Unicef también figura un reportaje sobre mujeres violadas en el genocidio de Ruanda (1994) junto a sus hijos, del israelí Jonathan Torgovnik, que este año ganó el Premio al Retrato Fotográfico de la National Portrait Gallery de Londres.
Las enfermedades también están presentes en la selección de finalistas de Unicef con los menores congoleses víctimas de la polio del británico Finbarr O'Reilly o la serie sobre el valor de las madres que luchan por sus hijos enfermos, de la estadounidense

En la imagen la pequeña mira con temor y recelo a su esposo con quien fue obligada a contraer matrimonio. Era la mejor de las 1.230 imágenes presentadas al concurso, por su denuncia de una práctica "mundial" y "terrible", según la esposa del presidente federal alemán, Eva Luise Köhler, colaboradora de la organización.

Köhler destacó la gravedad del problema de los matrimonios forzados en todo el mundo y destacó que esas niñas no sólo son alejadas de su familia y del colegio y sometidas a relaciones sexuales sino que son utilizadas también como fuerza de trabajo.

La foto del año de Unicef forma parte de una serie de retratos e imágenes sobre matrimonios infantiles que Sinclair realizó durante dos años en Afganistán, Etiopía y Nepal, donde es habitual que las familias casen a sus hijos adolescentes entre sí. La fotógrafa relató que la familia de Ghulam decidió "venderla" para poder alimentar al resto de sus hijos aunque "se sentían avergonzados" de ello.

En segundo lugar, se ha reconocido el trabajo del bangladesí Golam Mostofa Bhuiya Akash sobre la explotación laboral de niños en su país, mientras el alemán Hartmut Schwarzbach obtuvo el tercer premio por la imagen de Annalyn, una niña filipina que vive en una colonia de mineros cerca de Manila.

viernes, 14 de diciembre de 2007

POR QUÉ CREEMOS EN DIOS?


¿Por qué creemos en Dios?

La cuestión religiosa ha estado presente siempre, en todas las sociedades. Y es que el hombre, desde el inicio de su andadura evolutiva, se ha planteado la existencia de Dios. A tratar este interesante pero controvertido asunto ha dedicado el filósofo Daniel Dennett su último libro, Romper el hechizo, donde confía en ofrecer una teoría omnicomprensiva sobre el origen de la religión.

Tal y como apunta Dennett, ser religioso suele estar bien visto debido a esa sensación de que los creyentes son personas "bien intencionadas, (...) que son serias en su deseo de no hacer el mal y que hacen enmiendas por sus transgresiones". De ahí que resulte tan difícil "romper el hechizo", el tabú de que no cabe investigar científicamente la religión como un fenómeno natural.
La postura que adopta Dennett desde el principio, es decir, su reconocimiento de que es un "filósofo ateo", hace que su empresa parezca estar tocada por el subjetivismo.


Una declaración tan sincera nos obliga, al menos, a acoger sus conclusiones con cierta cautela. (Por supuesto, lo mismo podría decirse si hubiese confesado ser fiel de cualquier religión). Si bien reconoce que en ocasiones produce buenos ciudadanos, Dennett considera que la religión crea monstruos intolerantes, fanáticos que oprimen a sus congéneres y predican el genocidio, como es el caso de ciertas sectas musulmanas.

Sea como fuere, lo cierto es que hay un problema entre la religión y la ciencia, por cuanto el evolucionismo prueba que no es necesario poner a Dios en el origen de la vida. En Estados Unidos, muchos cristianos tratan de escudarse en las teorías del diseño inteligente para negar validez científica a Darwin y a sus seguidores. Lamentablemente, renegar del evolucionismo es como predicar que la Tierra es plana. Semejante posicionamiento religioso está conduciendo a la expansión de la ignorancia en las escuelas.

A juicio de Dennett, la religión no la inventó nadie, como probablemente tampoco hubo un creador del mundo; es fruto de la evolución cultural, como el lenguaje o la música. El lenguaje es un buen ejemplo para entender lo que estamos diciendo. Como recuerda el autor, "las transformaciones graduales que convirtieron el latín en francés, en portugués y en otras lenguas descendientes no fueron pensadas, planificadas, previstas, deseadas ni ordenadas por nadie". La propagación de la lengua y la religión siguen cauces similares. Se transmiten de padres a hijos.

Una de las teorías que se manejan en Romper el hechizo para explicar el éxito de la religión es la de la selección sexual directa de determinados rasgos psicológicos. "Quizás las mujeres prefirieron machos que demostraran una sensibilidad por la música y las ceremonias, característica que pudo haber aumentado progresivamente hasta convertirse en una proclividad hacia los éxtasis elaborados –escribe Dennett–.

Las hembras que tuvieron esta preferencia no habrían tenido que entender por qué la tenían; pudo haber sido un simple capricho, un gusto personal ciego que las incitó a escoger. Pero si las parejas que escogieron resultaron ser no sólo mejores proveedores sino hombres muchos más fieles a la familia, estas madres y estos padres tenderían a criar muchos más hijos y nietos que el resto, y en consecuencia se propagarían tanto la sensibilidad por las ceremonias como el gusto por aquellos que amen las ceremonias".

Probablemente, esta teoría resulte tan peregrina como muchas otras, porque, al fin y al cabo, como decía Hume, "las primeras ideas de religión no surgieron de la contemplación de las obras de la naturaleza, sino por el interés por los hechos de la vida y los incesantes temores y esperanzas que mueven a la mente humana".

Asimismo, hechos como el fallecimiento de familiares pudieron tener mucho que ver con el origen de la religión. De nuevo Dennett: "Lo que parece haber evolucionado en cada lugar, ese buen truco que nos sirve para manejar una situación desesperada, consiste en una elaborada ceremonia en la que se remueve el peligroso cuerpo del entorno cotidiano, enterrándolo o quemándolo y luego se le añade la interpretación de la persistente activación de los hábitos de la perspectiva intencional en términos de la presencia invisible del agente como si fuera un espíritu, una especie de persona virtual creada por las afectadas disposiciones mentales de los sobrevivientes pero casi tan vívida y robusta como una persona viva".

En la raíz de la creencia humana en los dioses encontramos un instinto fácilmente activable, el de la disposición de atribuirle "agencia" a cualquier cosa complicada que suceda, desde los truenos a la lluvia, pasando por el fuego. ¿Podrá ser éste el santo grial que tratamos de encontrar?


La imaginación nos incita a inventar explicaciones sobrenaturales que den sentido a los hechos inexplicables, como cuando de pequeños nos metíamos en la cama pensando en que en la oscuridad los "monstruos" no podían hacernos nada si permanecíamos acurrucados. Estas hipótesis se desechan porque carecen de la más mínima base racional, pero algunas aguantan el paso del tiempo; cuando son más sofisticadas y se repiten y repiten hasta que la gente acaba asumiéndolas.

En sociedades más ignorantes, las explicaciones "sobrenaturales" tuvieron que ser relativamente simples para poder propagarse con éxito. Pensemos en el Génesis. A nadie se le ocurre hoy por hoy aceptar que el mundo se creó en menos de una semana, ni que Adán y Eva fueron los primeros humanos. Aun así, se sigue enseñando en las escuelas.

Cuando éramos niños creíamos que no había una verdad más indubitable que ésa, pero con el paso del tiempo nos percatamos de que era una de esas grandiosas mentiras que nos ocuparon la infancia y que, al contrario que la creencia en los Reyes Magos, no nos proporcionaban una ilusión y estimulaban nuestros buenos deseos. Simplemente, se trataba de un espejismo que debíamos creer a pie juntillas.

Hasta qué punto estemos dispuestos a adentrarnos en un libro como éste viene a ser tanto como decidir si queremos dejar de ser niños y no volver a creer en la serpiente y la fruta del árbol prohibido.

Aunque, eso sí, advierto de que el libro no colmará a quienes emprendan este camino, porque, desgraciadamente, a pesar de que contiene interesantes perlas, resulta un tanto asistemático como para ofrecer un relato contundente que permita al lector concluir que ha leído una obra que pasará a la historia. Ese libro está aún por llegar; pero los que no quieran esperar tanto pueden leer a Dennett, eso sí, con cautela para no creer todo lo allí expuesto ni practicar un escepticismo total hacia todo lo que perturbe los dogmas que sostenemos.

Pero si la fe nos impide aceptar que algunas de las ideas que defendemos pueden no ser ciertas, ¿para qué poner en solfa las bases profundas de nuestras creencias leyendo un libro como éste?
Por Gorka Echevarría Zubeldia

jueves, 13 de diciembre de 2007

... POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO

Y CONCIBIÓ POR OBRA Y GRACIA DEL ESPÍRITU SANTO

José entró en la casa, cerró la puerta tras él, y durante un minuto se quedó apo­yado en la pared, aguardando a que los ojos se habi­tuasen a la penumbra. A su lado, el candil brillaba mortecino, casi sin luz, inútil. María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta, miraba fijamente un punto ante ella y parecía esperar. Sin pronunciar pa­labra, José se acercó y apartó lentamente la sábana que la cubría.

Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de la túnica, pero sólo acabó de alzada hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se inclinaba y procedía del mismo modo con su propia tú­nica y María, a su vez, abría las piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantu­vo, por inusitada indolencia matinal o por presen­timientos de mujer casada que conoce sus deberes.

Dios, que está en todas partes, estaba allí, pero, siendo lo que es, un puro espíritu, no podía ver cómo la piel de uno tocaba la piel del otro, cómo la carne de él penetró en la carne de ella, creadas una y otra para eso mismo y, probablemente, no se encontraría allí cuando la simiente sagrada de José se derramó en el sa­grado interior de María, sagrados ambos por ser la fuente y la copa de la vida, en verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado. Habiendo pues salido al patio, Dios no pudo oír el sonido agónico, como un estertor, que salió de la boca del varón en el instante de la crisis, y menos aún levísimo gemido que la mujer no fue capaz de reprimir.

Sólo un minuto, o quizá no tanto, repo­só José sobre el cuerpo de María. Mientras ella se ba­jaba la túnica y se cubría con la sábana, tapándose después la cara con el antebrazo, él, de pie en medio de la casa, con las manos levantadas, mirando al te­cho, pronunció aquella oración, terrible sobre todas, a los hombres reservada, Alabado seas tú, Señor, nues­tro Dios, rey del universo, por no haberme hecho mujer.

Pero a estas alturas ya ni en el patio debía de estar Dios, pues no se estremecieron las paredes de la casa, no se derrumbaron ni se abrió la tierra. Enton­ces, por primera vez, se oyó a María, humildemente decía, como de mujer se espera que sea siempre la voz, Alabado seas tú, Señor, que me hiciste conforme a tu voluntad, ahora bien, entre estas palabras y las otras, conocidas y aclamadas, no hay diferencia al­guna, reparad, He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, queda claro que quien esto dijo podía haber dicho aquello.

Luego, la mujer del carpintero José se levantó de la estera, la enrolló junto con la de su marido y dobló la sábana común.

El Evangelio según Jesucristo. José Saramago