EN DEFENSA DE OCCIDENTE
La barbarie islámica
Por Phyllis Chesler
Una vez estuve cautiva en Kabul. Por aquel entonces era la esposa de un encantador, seductor y occidentalizado musulmán afgano, a quien conocí en una universidad norteamericana. Mi purdah fue de relativo buen tono, pero no lo era, para nada, la completa reclusión en que vivían las mujeres
Cuando llegué a Kabul, un funcionario del aeropuerto me confiscó, con toda la amabilidad del mundo, mi pasaporte norteamericano. "No te preocupes, es sólo una formalidad", me aseguró mi marido. Nunca volví a ver ese pasaporte. Más tarde supe que se les hacía lo mismo a todas las extranjeras que habían contraído matrimonio con un afgano, quizá para imposibilitarles la huida.
De la noche a la mañana, mi marido se convirtió en un extraño. El hombre con quien había hablado de Camus, de Dostoiesvki, de Tennessee Williams y de cine italiano se había vuelto un extraño. Me trataba igual que su padre y su hermano mayor trataban a sus esposas: con frialdad, con un dejo de desdén y embarazo.
Durante los dos años que estuvimos saliendo, mi futuro marido jamás me dijo que su padre tenía tres mujeres y 21 hijos. Tampoco me dijo que lo que se esperaba de mí era que viviera como si me hubieran educado a la afgana, esto es, enclaustrada y rodeada sólo de mujeres. Que sólo pudiera salir a la calle acompañada de un varón de confianza. Que me pasara los días esperando a que mi marido regresara a casa, visitando a mis parientes femeninas o tejiendo ropa.
En EEUU, mi marido estaba orgulloso de que yo fuera una librepensadora y una rebelde nata. En Afganistán, mis críticas al trato que recibían las mujeres y los pobres le convertían en un elemento sospechoso, vulnerable. Se mofaba de mis reacciones, movidas por el horror.
¿Qué me horrorizaba? Lo que veía. ¿Y qué veía? Pues, por ejemplo, cómo se obligaba a las pobres mujeres emburkadas a ir en las traseras de los autobuses y a ceder a los hombres la vez en los bazares.
Veía que la poligamia y los matrimonios concertados (y los que tenían a menores por protagonistas) provocaban en las mujeres un sufrimiento crónico y rivalidades sin cuento entre hermanastros o entre las esposas de un mismo hombre. Que la subordinación y el secuestro de la mujer desembocaban en un profundo extrañamiento entre los sexos, origen de tantas palizas, de tantas violaciones dentro del matrimonio... y de prácticas homosexuales y pederastas entre los hombres (lo cual, por supuesto, se negaba vehementemente).
¿Qué más veía? Pues cómo mujeres frustradas, desatendidas e incultas atormentaban a sus nueras y a sus sirvientas. Cómo se prohibía a las mujeres rezar en las mezquitas. Como se prohibía a las mujeres acudir a un médico varón (eran sus maridos los que, sin que ellas estuvieran presentes, describían sus síntomas al galeno).
Tomados de uno en uno, los afganos eran deliciosamente corteses, pero el Afganistán que conocí era un bastión del analfabetismo, la pobreza, las enfermedades evitables y la traición. Y un Estado policial, una monarquía feudal y una teocracia rebosantes de paranoia y miedo.
Afganistán nunca había sido colonizado. Mis parientes decían: "Ni siquiera los británicos pudieron dominarnos". Por tanto, me vi obligada a concluir que la barbarie afgana era de cosecha propia, no un fruto podrido del "imperialismo occidental".
Antes, mucho antes de la llegada de los talibanes al poder en Afganistán, aprendí a no idealizar los países del Tercer Mundo, y a no confundir a sus repulsivos tiranos con libertadores. También aprendí que el apartheid sexual y religioso que se vive en los países musulmanes es de la casa, no un injerto de procedencia occidental, y que las costumbres de ese tipo son absoluta y no relativamente perversas.
Mucho antes de que Al Qaeda decapitase a Daniel Pearl en Pakistán, o a Nicholas Berg en Irak, comprendí que para un occidental, y especialmente para una occidental, es peligroso vivir en un país islámico.
Mirando las cosas con perspectiva, estoy segura de que mi supuesto feminismo occidental se forjó allí, en Afganistán, el más bonito y traidor de los países de Oriente Medio.
Numerosos intelectuales, ideólogos y feministas occidentales me han demonizado, tachado de reaccionaria y de racista "islamófoba", por sostener que es el islam, y no Israel, el más conspicuo practicante de ese tipo de apartheid a que antes me refería. Por decir que, si no hacemos frente, moral, económica y militarmente, a dicho apartheid, no sólo tendremos las manos manchadas de sangre inocente, sino que nos veremos arrasados por la sharia en el propio Occidente.
He sido acosada, amenazada, no invitada y desinvitada por defender estas ideas heréticas, así como por denunciar la epidémica violencia intramusulmana, de la que, increíblemente, se hace responsable a Israel.
Sin embargo, mis opiniones han encontrado el favor de las personas más valientes y progresistas que imaginarse quepa: los ex musulmanes y musulmanes laicos que se dieron cita en la histórica Conferencia Islámica celebrada recientemente en la Florida, a la que fui invitada para dirigir un debate.
El presidente de la reunión, Ibn Warraq, declaró: "Lo que necesitamos en estos momentos es que el mundo islámico experimente una Ilustración. Si no se le somete a un examen crítico, el islam seguirá siendo dogmático, fanático e intolerante; seguirá asfixiando el pensamiento, los Derechos Humanos, la individualidad, la originalidad y la verdad".
La Conferencia emitió una declaración en la que se aboga por una nueva Ilustración, se dice que someter el islam a crítica no es "islamofobia" y se vislumbra un "noble futuro" para el islam "como fe personal, no como doctrina política". Asimismo, se demanda la liberación del islam del cautiverio al que lo han sometido "las ambiciones de hombres ávidos de poder".
Ya va siendo hora de que los intelectuales occidentales que afirman ser antirracistas y estar comprometidos con los Derechos Humanos respalden a estos disidentes. Para ello debemos adoptar un patrón universal de Derechos Humanos y abandonar nuestra lealtad al relativismo multicultural, que justifica y hasta idealiza la barbarie islamista, el terrorismo totalitario y la persecución de las mujeres, de las minorías religiosas, de los homosexuales y de los intelectuales.
Nuestro repugnante rechazo a decidir entre civilización y barbarie, entre racionalismo ilustrado y fundamentalismo teocrático, pone en peligro y condena a las víctimas de la tiranía islámica.
Ibn Warraq ha escrito un libro demoledor que estará en las librerías el próximo verano. Se titula Defending the West: A Critique of Edward Said's Orientalism (Defendiendo a Occidente: una crítica al orientalismo de Edward Said). ¿Se atreverán los intelectuales occidentales a defender a Occidente?
Mi cautiverio afgano
Por Phyllis Chesler
Lo que sigue es la traducción de un pasaje del libro de Chesler The death of Feminism, publicado en 2005 por Palgrave Macmillan.
Cuando regresé de Afganistán, el 21 de diciembre de 1961, besé el suelo del aeropuerto Idlewild de Nueva York. Pesaba 40 kilos y tenía hepatitis. Aunque pronto militaría en los movimientos americanos por los derechos civiles, contra la guerra de Vietnam y feminista, lo que aprendí en Kabul me hizo inmune a la visión romántica del Tercer Mundo que infectó a tantos radicales americanos. En Afganistán, como joven esposa, fui testigo de lo mal que se trata a las mujeres en el mundo musulmán. También yo fui maltratada, pero sobreviví. Mi feminismo "occidental" se forjó en el país más bonito y traicionero.
En 1962, cuando volví al Bard College, intenté contar a mis compañeros de clase lo importante que era que América tuviera tantas bibliotecas, salas de cine, librerías, universidades, mujeres sin velo; libertad de movimiento por la calle, libertad para abandonar nuestra familia de origen si así lo decidimos, libertad para concertar matrimonios –también para practicar la poligamia–. Todo eso significaba que, con todas sus imperfecciones, América era todavía la tierra de las oportunidades y de "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad".
Mis amigos –futuros periodistas, artistas, médicos, abogados, intelectuales– sólo querían escuchar asombrosos cuentos de hadas hollywoodienses, no la realidad. Querían saber cuántos criados tenía, y si alguna vez conocí al rey. No hubo modo de transmitirles el horror y la verdad. Mis amigos americanos no podían o no querían comprender. Al igual que mis jóvenes compañeros de carrera, los izquierdistas y los progresistas de hoy quieren permanecer en la ignorancia.
Mi despertar afgano comenzó en Nueva York en 1961, cuando me casé con mi novio de la universidad, Alí. Yo era una muchacha judía ortodoxa americana; él, un muchacho musulmán de Afganistán que llevaba catorce años fuera de casa, mientras estudiaba en centros privados de Europa y América.
Mi plan era conocer a la familia de Alí en Kabul, quedarme allí un mes o dos, estudiar Historia de las Ideas en la Sorbona durante un semestre y después volver al Bard College para terminar mi último semestre.
Cuando aterrizamos en Kabul, al menos treinta miembros de su familia estaban allí para recibirnos. Los funcionarios del aeropuerto me confiscaron sutilmente el pasaporte americano. "Sólo es una formalidad, nada de lo que preocuparse", me aseguró Alí. "Te lo devolverán más tarde". Nunca volví a ver ese pasaporte.
Tras nuestra llegada a Kabul, mi marido occidental se convirtió en otra persona, simplemente. Durante dos años, en Estados Unidos, Alí y yo habíamos sido inseparables. Me acompañaba a mis clases. Hacíamos juntos nuestras tareas en la biblioteca. Hablábamos constantemente. En Afganistán todo cambió. Durante el día ya no éramos una pareja. Ya no me cogía la mano o me besaba en público. Apenas me hablaba. Sólo me buscaba por la noche. Me trataba como su padre y su hermano mayor trataban a sus esposas: con irritada turbación, frialdad y distancia.
Mi suegro, Amir, a quien tratábamos como "Agá Jan" o "Estimado Señor", era un empresario importante y un hombre excesivamente pulcro. En Afganistán, era un progresista. De joven había apoyado a Amanulá Jan (1919-29), que audazmente había destapado a las mujeres afganas, instituido los primeros sistemas educativos y sanitarios del país e introducido los tranvías de estilo europeo en la capital. Sin embargo, Amir no quería una nuera americana o judía. Yo fui la desesperada rebelión de Alí. Fui la prueba viviente de que, durante catorce años, había estado viviendo realmente en el siglo XX.
Alí no me contó que su padre era polígamo hasta poco antes llegar a Kabul. Entonces me dijo que, "en realidad", su padre tenía dos esposas. Había sido "engañado" para casarse con la segunda, de la que solamente tuvo dos hijos, explicaba Alí. "Eso lo dice todo. Es más como una criada de la familia". La madre de Alí trataba tan mal a la segunda mujer, Fauzia, que Agá Jan finalmente la trasladó a su propia casa. Yo visitaría a Fauzia, y tomaría el té con ella. Fauzia se mostró agradecida por el gesto de respeto y la compañía.
Imagine, estimado lector, mi sorpresa cuando descubrí que, en realidad, Agá Jan tenía tres esposas. Era una de esas realidades de las que Alí no discutía ni podía discutir. Él y sus hermanos culpaban a su madre del tercer matrimonio, con Sultana, que ponía en considerable peligro su herencia. Era un asunto arriesgado y tabú. El tercer matrimonio no contaba porque contaba demasiado.
Agá Jan tenía sesenta y tantos años y medía metro ochenta. Su pelo oscuro era espeso, y sólo en los lados salpicado de canas. Tenía un bigote ancho y poblado, y ojos de terciopelo negro que hacían juego con sus zapatos italianos, hechos a mano. Aunque llevaba los más alegres y caros tocados karakul de estilo afgano, también vestía trajes y corbatas de confección europea. Como musulmán devoto, ni bebía ni fumaba. Sus hijos adultos y casados, tanto hombres como mujeres, hacían una genuflexión al saludarle.
La casa de Agá Jan y su tercera esposa, Sultana, tenía un gran salón a la europea, en el que recibía a las visitas y cenaba. Normalmente comía sólo, en una sala adornada con gruesas alfombras persas y tapices de terciopelo de estilo europeo. Rozia, la hija de ambos, de catorce años, le servía cada plato entrando y saliendo de la sala como una criada.
"¿Cómo puedes justificar la poligamia?", le preguntaría a Alí. "Es humillante, cruel e injusta para las esposas; las condena al celibato y a la soledad emocional a una edad muy temprana y para el resto de sus vidas. También crea peligrosas rivalidades entre los hermanos de distintas madres, que tienen pleitos por herencias durante toda la vida".
El Alí oriental diría: "No seas una tonta americana. Dices ser una pensadora, por Alá, siempre estás leyendo, por lo que espero más comprensión y amplitud de miras por tu parte. La poligamia intenta proporcionar a los hombres lo que necesitan para tratar a sus esposas e hijos de modo civilizado. En Occidente los hombres son polígamos en serie. Dejan a sus primeras esposas y a sus hijos sin mirar atrás. Aquí no tenemos esposas previas que abandonar, empobrecidas y privadas de sus identidades sociales. Si es una buena esposa musulmana, acepta y obedece los deseos de su marido, él la apoyará siempre; tendrá siempre cerca a sus hijos, que es todo lo que le importa a una mujer. Su mundo continuará unido".
El Alí occidental, en cambio, diría: "Nuestro país no está listo para las libertades personales. Por eso soy necesario aquí, para ayudar a conducir hasta el siglo XX a mis pobres paisanos. Ese es mi destino, y necesito que me ayudes. No te vayas".
En cuanto al velo, mi marido occidental diría: "Estáis demasiado inquietas con el maldito chadari[1]. Las mujeres afganas no son estúpidas. Dales tiempo. A su tiempo, probablemente adoptarán una vestimenta más occidental y libre".
Pero el Alí oriental intentaba justificarlo de otra manera. Dijo: "El país es polvoriento y a veces peligroso, y una mujer está mejor protegida, en muchos sentidos, con el chadari. De todas formas, las mujeres del campo no lo llevan cuando cultivan. Es en gran parte un fenómeno urbano, y de todas maneras está muriendo". Esto no era del todo cierto. Las campesinas volvían la cara hacia la pared más próxima siempre que pasaba cerca un hombre que no fuera pariente suyo. Tendían a cubrir sus cabezas y caras con sus ropas.
Vivimos con el hermano mayor de Alí, Abdalá, su esposa Rabiá y sus dos hijos; todos ellos compartían casa con mi suegra Aisha, o "Bibi Jan" (Estimada Señora). Agá Jan no había vivido mucho con ella.
Mi vida era similar a la de una mujer afgana de clase alta. Mi experiencia fue parecida (pero mucho menos constrictiva) a la que afrontan hoy en día un creciente número de mujeres árabes y musulmanas. En esta primera década del siglo XXI, las mujeres que viven en sociedades islámicas están siendo forzadas a retroceder en el tiempo, vueltas a tapar con velos, vigiladas más estrechamente y castigadas más salvajemente de lo que lo eran en los años 60. Dicho esto, nunca hubiera esperado que mi libertad y privacidad fueran tan recortadas.
En Afganistán, unos cuantos centenares de familias ricas vivían según los estándares europeos. Los demás vivían en un estilo premoderno. Y así querían que siguieran las cosas el rey, su Gobierno y los mulás. Los diplomáticos occidentales no ajustaron sus políticas exteriores al trato que daba Afganistán a las mujeres. Incluso antes de que el relativismo multicultural saliese a escena, los diplomáticos occidentales no creían en la "interferencia".
El Afganistán que conocí era una prisión, una monarquía feudal, rebosante de miedo, paranoia y esclavitud. Los afganos eran encantadores, divertidos, muy humanos, tiernos, corteses, y a veces impresionantemente honestos. Pero su país era un bastión del analfabetismo, la pobreza y las enfermedades evitables. Las mujeres eran objeto de sufrimiento doméstico y psicológico en forma de uniones concertadas, poligamia, embarazos forzados, chadari, esclavitud doméstica y, por supuesto, purdah (aislamiento). Vivían enclaustradas y sólo se relacionaban con otras mujeres. Si necesitaban ver a un médico, sus maridos consultaban a uno en su lugar. La mayoría de las mujeres apenas habían recibido educación.
En Kabul conocí a otras esposas extranjeras, a las que les encantaba tener criados pero cuya libertad había sido socavada. Algunas europeas que habían llegado a finales de los años 40 y comienzos de los 50 se habían convertido al Islam y usaban La Cosa, como llamábamos al chadari. Cada una había sido advertida, como yo, de que todo lo que hicieran se sabría, de que había ojos por todas partes y de que sus acciones podrían ponerlas en peligro, así como a sus familias.
Los afganos desconfiaban de sus esposas extranjeras. Una vez vi a uno estallar de ira cuando vio no sólo que su mujer llevaba a una fiesta un traje de baño occidental, sino que se tiraba a la piscina. Los hombres esperaban ser los únicos que nadaran; sus mujeres sólo valían para charlar y beber.
El concepto de privacidad es occidental. Cuando salía del cuarto de estar para leer en silencio en mi dormitorio, todas las mujeres y niños me seguían. Preguntaban: "¿Estás triste?". Nadie pasaba un tiempo solo. Hacerlo era un insulto a la familia. La idea de que una mujer pudiera ser lectora ávida de libros y pensadora era demasiado extranjera como para ser comprendida.
Como todos, Alí estaba sometido a vigilancia permanente. Su carrera y sustento dependían de que fuera un hijo y un afgano obediente. Cómo me tratara era crucial. Tenía que demostrar que su relación con las mujeres era tan afgana como la de cualquier otro hombre; quizás más, puesto que había concertado su propio matrimonio, como un extranjero.
Kabul
Tras dos semanas de jornadas maratonianas de beber té y comer pistachos, mi sonrisa cortés se me había pegado a la cara. No podía entender lo que decía la gente, estaba aburrida, quería salir por mi cuenta y ver Kabul, visitar los mercados y el museo y contemplar de cerca las montañas. Me encontraba bajo una muy educada especie de arresto domiciliario. "Eso no se hace", "La gente hablará", "Dime lo que necesitas y yo te lo traigo" eran algunas de las respuestas de Alí. Por eso empecé a "escaparme" a diario de la casa.
Nunca me puse los capuchones, los guantes y los largos abrigos que me dejaban sobre los muebles del dormitorio. Respiraría hondo, saldría afuera y caminaría a ritmo americano y enérgico. Siempre saldría corriendo detrás de mí, llevando los pañuelos, una pariente o una criada. Yo sonreiría, diría "no" con la cabeza y proseguiría mi camino. Por supuesto, también era seguida por un Mercedes de la familia. El conductor gritaba: "Madame, entre, por favor. Nos preocupa que se haga daño".
A veces caminaba más rápido, o cogía un autobús o un gaudi, un carro pintado tirado por un caballo. Los autobuses eran muy coloridos excepto por dentro: mujeres completamente cubiertas sentadas aparte de los hombres. La primera vez que vi esto me reí ruidosamente, con incredulidad y nerviosismo. En cualquier caso, conforme las mujeres subían al autobús los hombres empujaban y, despectivos, hacían observaciones que yo no podía entender.
Mi familia tenía razón. Conocían su país. Sola y sin cubrir, parecía una afgana "presuntuosa" y, por tanto, era objeto legítimo de silbidos, propuestas, interrogatorios interminables, empujones descarados. Los hombres se apretarían contra mí, me sacudirían, se reirían, bromearían. Pero podía haber sido secuestrada y que pidieran por mí un rescate, llevada a una cueva, retenida durante días, violada y después devuelta. Finalmente, Alí explotó y me dijo que eso mismo le sucedió a la esposa de un ministro afgano, el cual se había suicidado después.
Tuve que ser metida en cintura. La hombría y el futuro de Alí dependían de ello. Un criado evitaría que saliera. La familia llamaría a Alí y él me llamaría para gritarme, amenazarme, rogarme o despreciarme. Me presenté en la embajada americana, que estaba en la puerta de al lado. La embajada alquilaba la propiedad a mi suegro.
– Quiero ir a casa. Soy ciudadana americana –dije.
– ¿Dónde está su pasaporte? –me preguntaría el marine.
– Me lo quitaron cuando aterrizó el avión. Pero me dijeron que me lo devolverían.
Cada vez, los marines me escoltaban a casa. Me dijeron que, como "esposa de un afgano", ya no era ciudadana americana con derecho a protección americana.
En alguna ocasión llegué a hablar con los diplomáticos. No se escuchaba ni una sola voz extranjera que protestase por la situación de las mujeres. A los medios de comunicación occidentales no les importaba lo que se hicieran los afganos entre sí, o lo que los hombres hacían a "sus" mujeres. Diplomáticos empapados en ginebra me decían que sería "inmoral" sermonear a los afganos sobre su violencia tribal o su opresión a las mujeres; eran costumbres soberanas, sagradas, locales. Un diplomático americano lo expresó de esta manera:
"No podemos imponer nuestros valores morales o culturales a esta gente. No podemos preguntarles nada sobre su sistema de gobierno o de justicia, su trato a las mujeres, sus criados, sus cárceles. Son muy sensibles, muy delicados, muy orgullosos, y resulta que poseen un trozo de tierra que es importante para nosotros. Si no somos cuidadosos, sus hijos aprenderán ruso o chino en lugar de inglés o alemán. Debe usted recordar que aquí somos huéspedes, no conquistadores".
Estaba bajo arresto domiciliario en el siglo X. No tenía ninguna libertad de movimiento, nada con lo que ocuparme. Se suponía que debía aceptarlo.
Ali sabía que me estaba perdiendo. Luchamos amargamente cada noche. ¿Intentaba dejarme embarazada para que tuviera que quedarme? Tenía miedo de irme a la cama. Su hermana mayor, Soraya, se ofreció a dormir conmigo en nuestro dormitorio, un acto de valor y amabilidad que no he olvidado. Soraya debía saber lo que vendría a continuación.
Sí, mi marido me "amaba" y deseaba protegerme, pero yo era, después de todo, una mujer, lo que significaba que él creía poseerme, y que su honor dependía de su capacidad para controlarme. Alí también estaba enclaustrado, en una lucha de poder con su padre y su cultura. Yo era el símbolo de su libertad e independencia, un recuerdo de su vida vivida aparte. No quería perder un símbolo tan valioso. Si me dejaba embarazada tendría que quedarme. Su padre se vería forzado a no ponernos las cosas tan difíciles.
Mi fuga
Dediqué todo mi tiempo a planear una fuga. Abandoné lo de la embajada americana. Dejé de confiar en Alí. Comencé a contactar con esposas extranjeras, la mayor parte de las cuales no me ayudarían –o no podrían–. Sólo podía conocer gente por medio de Alí o de un pariente. No se me permitía hablar en privado con nadie. Las casas de té eran sólo para hombres. No podía deambular por ahí y entablar conversación con un hombre.
Finalmente di con una mujer extranjera que estuvo de acuerdo en ayudarme. Era la segunda esposa del ex alcalde de Kabul, alemana de nacimiento. Me consiguió un pasaporte falso. Yo, por mi parte, había escrito secretamente a mis padres. Y les había llamado. Me enviarían dinero a nombre de esta mujer. Ahora sólo tenía que elegir un vuelo y reservar una plaza.
Y entonces me desmayé. Había contraído hepatitis. Supe más tarde que Bibi Jan había ordenado a los criados que dejaran de hervir mi agua. A algunos afganos parece gustarles el espectáculo de ver a occidentales sucumbir a tales enfermedades; lo toman como prueba de la "debilidad" extranjera. Finalmente me llevaron al nuevo hospital. Fui acompañada de al menos diez miembros de la familia. El doctor me dijo: "Querida, está usted muy enferma y tiene que salir de aquí. ¿Le dejarán? Si está lo bastante fuerte como para incorporarse y caminar un poco, suba a un avión y váyase a casa".
Me dio un par de gafas de sol, de las que llevaban los asistentes de vuelo, para ocultar mis ojos ictéricos. Y me recetó intravenosas de vitaminas y nutrientes. Envió, también, una enfermera a la casa.
Bibi Jan intentó sacarme la vía y se desataron todos los demonios. Llamé a Agá Jan y le pedí que viniera. En los asuntos de familia, él era el Amo del Universo.
Vino. Primero rezó "por mi recuperación". Después pidió a todos que se fueran, tras lo cual me dio natillas a cucharadas. Era tierno conmigo; sólo después comprendí que podía permitírselo. Mi enfermedad y mi probable partida significaban que había ganado el pulso a Alí. Quizá tampoco quisiera una nuera americana muerta. Y estaría feliz de verme marchar. Yo era sólo una fuente de problemas para la familia; cualquier esposa extranjera lo sería, pero especialmente una que había intentado escapar tantas veces.
–Supe de tu pequeño plan con la mujer alemana –dijo tranquilo–. Creo que será mejor si te vas con nuestro visto bueno en un pasaporte afgano que te he sacado. Te han concedido un visado de seis meses por "motivos de salud".
Y me lo dio en el acto. El pasaporte del Reino de Afganistán ha conservado su brillante color naranja. También me dio un billete de avión. "Te iremos a despedir. Es mejor así".
Alí rabió y juró. Me suplicó que me quedase, pero me mantuve firme.
Obedientemente, treinta parientes fueron a despedirme. Kabul estaba enterrada en la nieve. Tenía reserva en un vuelo de Aeroflota Moscú. Cuando despegó el avión, una feroz alegría se apoderó de mí, y no me abandonaría. Tenía ictericia y estaba embarazada. Si Alí lo hubiera descubierto, nunca se me habría permitido marchar. Teniendo en cuenta mi estado de salud, habría sido mi sentencia de muerte.
No obstante, no sería la última vez que vería a Alí. En 1979, tras la invasión soviética, escapó a Pakistán cruzando, disfrazado de nómada, el paso de Jiber. Desde 1980 vive cerca de mí, aquí en América, con su nueva esposa, Jamila, y sus dos niños, Iskandar y Leyla. Aunque parezca mentira, pero felizmente, nos relacionamos como miembros de una familia ampliada.
Mi despertar feminista
Había experimentado el apartheid de sexo mucho antes de que los talibanes llegaran a los titulares. Llegué a comprender que, toda vez que una mujer americana se casa con un musulmán y vive en un país musulmán, no es ciudadana de ningún sitio. Nunca más podría pensar románticamente en lugares o pueblos del Tercer Mundo, o en casarme.
Una vez que una mujer occidental se casa con un musulmán y vive con él en su tierra natal, deja de tener derecho a los derechos de que disfrutó una vez. Sólo pueden rescatarla mercenarios militares. Desde entonces he oído muchas historias sobre mujeres occidentales que se casaron con hombres musulmanes en Europa y América pero cuyos hijos fueron posteriormente secuestrados por sus padres y retenidos para siempre en países como Arabia Saudí[2], Jordania, Egipto, Pakistán o Irán. Normalmente, a las madres no se les permite ningún contacto.
En la actualidad, cada vez son más las mujeres del mundo islámico presionadas en matrimonios concertados, forzadas a llevar velo; no se les permite votar, conducir, o viajar sin acompañamiento masculino; trabajar, o hacerlo en espacios mixtos. Lo que es peor, muchas son mutiladas genitalmente en la infancia, y cotidianamente golpeadas, como hijas, hermanas o esposas; algunas son asesinadas por sus parientes masculinos en crímenes de honor, o lapidadas hasta morir por presuntas conductas sexuales impropias, o por mostrar la más leve independencia. Tales violaciones de los derechos humanos de las mujeres suceden cada vez con más frecuencia en la comunidad musulmana de Europa y en Norteamérica.
Los occidentales no siempre comprenden que los hombres de Oriente pueden fácilmente mezclarse en Occidente pero seguir siendo orientales en su interior. Pueden "pasar" por uno de nosotros, pero, de vuelta a casa, asumen su manera de ser original. Algunos pueden llamar "esquizofrenia" a esto; otros pueden ver aquí duplicidad. Desde el punto de vista de un musulmán, ni lo uno ni lo otro. Es simplemente Realpolitik personal. La transparencia y aparente ausencia de picardía que caracteriza a muchos occidentales nos hace parecer infantiles y estúpidos ante aquellos que cuentan con personalidades culturales múltiples.
Una mujer no se atreve a olvidar tales lecciones –en el caso de que logre sobrevivir y escapar–. Lo que me ocurrió en Afganistán debe ser considerado también un relato de prevención ante lo que puede pasar cuando una piensa románticamente en el "primitivo" Oriente.
¿Creía realmente Alí que yo podría encajar en un estilo de vida medieval e islámico? ¿O que su familia habría aceptado alguna vez a una novia-por-amor judeoamericana? Sólo hay dos respuestas posibles: o no pensaba o me vio como mujer, lo que significa que no existí por derecho propio, que estaba destinada a complacerle y obedecerle y que, realmente, lo demás no importaba. Ciertamente, él me ayudó a dar forma a la feminista en que iba a convertirme.
Cuando volví a Estados Unidos había pocas feministas revolviendo las cosas. Sin embargo, en cinco años me convertí en una líder del nuevo movimiento feminista. En 1967 pasé a militar en la National Organization for Women, así como a participar en diversos grupos y campañas feministas de sensibilización. En 1969 fui pionera en las clases de estudios con créditos acerca de la mujer, cofundados por Women in Psychology, y empecé a dar conferencias feministas. También comencé a trabajar en mi primer libro, Women and madness[3], que se convirtió en un texto feminista citado por doquier.
Mi experiencia directa de la vida bajo el Islam como mujer cautiva en Kabul ha dado forma al tipo de feminista en que me convertí y que he continuado siendo: uno que no es multiculturalmente "correcto". Viendo cómo se relacionaban las mujeres con los hombres y entre sí, aprendí lo increíblemente serviles que pueden ser las gentes oprimidas, y lo mortíferos que pueden ser los oprimidos para ellos mismos. Bibi Jan era cruel con sus sirvientas. Golpeaba a su anciana criada particular y humillaba verbalmente a nuestra ama de llaves, joven y embarazada. Fue algo que se me quedó grabado.
Aunque el multiculturalismo ha llegado a ser cada vez más popular, nunca podría aceptar el relativismo cultural. Lo que experimenté en Afganistán como mujer me enseñó la necesidad de aplicar un único estándar de derechos humanos, no uno adaptado a cada cultura. En 1971 –menos de una década después de mi cautiverio en Kabul– hablé de rescatar a las mujeres de Bangladesh violadas en masa durante la guerra de independencia que libró ese país contra Pakistán. El sufrimiento de las mujeres en el Tercer Mundo no debería considerarse menos importante que los asuntos feministas que se tratan en Occidente. Por consiguiente, pedí una invasión de Bosnia mucho antes de que Washington hiciera algo, y pedí acciones militares similares en Ruanda, Afganistán y Sudán.
Me temo que, estos últimos años, la barahúnda occidental del "paz y amor" ha rechazado entender cómo pone en peligro el islamismo los valores y vidas occidentales, empezando por nuestro compromiso con los derechos de la mujer y los derechos humanos. Los islamistas que están decapitando civiles, lapidando mujeres hasta la muerte, encarcelando disidentes musulmanes y poniendo bombas contra civiles en todos los continentes se mueven entre nosotros, en Oriente y en Occidente. Aunque algunos líderes y grupos feministas han llegado a publicar las atrocidades perpetradas contra las mujeres en el mundo islámico, no lo han vinculado a política exterior feminista alguna. Los programas de estudios de la mujer deberían haber sido los primeros en hacer sonar las alarmas. No lo hacen. Más de cuatro décadas después de que fuera una prisionera de hecho en Afganistán, me doy cuenta de lo lejos que debe llegar el movimiento feminista occidental.
[1] El tristemente célebre burka.
No hay comentarios:
Publicar un comentario